Hace unos años, me propuse escribir esta historia. Para ese entonces, Felipe Yrgundia tendría unos 80 años. Vivió su infancia en un chalet con techo a dos aguas, de tejas color terracota y paredes ya descascaradas por el paso del tiempo. La casa quedaba en el bajo de San Isidro y ya no quedan ni los cimientos de la construcción, que fue demolida para dar lugar a una nueva vivienda con características más modernas.
Pocos se acuerdan hoy de su vecino, Enrique Flores, quien supo ser eterno enemigo de Hortensio, el padre de Felipe. Cuentan los más ancianos del barrio, que las peleas vecinales comenzaron en el año ’56 cuando Hortensio, sin contemplar que se encontraba en pleno horario de siesta, se dispuso a escuchar un disco de Miguel D’Alambeira, famosísimo interprete de tango argentino contemporáneo.
En ese, el que sería su último disco, Don D’Alambeira cantaba con solemnidad, una canción que llevaba a las lágrimas a hombres y mujeres por igual. Esta era en cuestión, una versión agiornada de la milonga “Extraño tus besos Maria Clara”, compuesta treinta y dos años antes, por Luis Torres, apenas conocido por sus escritos arrabaleros que rebalsaban de desidia y desdicha.
Felipe tuvo una adolescencia no menos feliz. Basta con decir que conoció a su primer amor porque mencionar detalles, como las caminatas de la mano a orillas del Rio de la Plata, los juegos en el pasto, o los largos minutos de miradas a los ojos, sin pestañear, como intentando no perderse un solo segundo de ella, sería ahondar demasiado en detalles, que luego se convirtieron en un recuerdo triste y gris, una herida que jamás acabo de sanar en su corazón.
Ya adulto, sólo y desesperanzado, se lo veía caminar como un alma perdida. Felipe era un ente traslúcido, arrastrando el peso de su propio cuerpo por las calles de tierra. Tenía su mirada perdida en las copas de los arboles, por donde miraba al sol filtrar algunos rayos que iluminaban su pálido rostro y mostraban destellos de sus épocas anteriores.
Su vida se había convertido en un tango como los que escuchaba su papá. Vivió y sufrió en carne propia desamores, engaños y enconos. Poco a poco su fuerza se iba apagando, las horas se hacían largas y su vida se acortaba a pasos gigantescos.
Fue un día cualquiera, creo que después de Pascua cuando su cuerpo no soporto más y sucumbió. Sucumbió como un animal de gran porte, sin quejarse y sin ruido se desplomó sobre el piso frío. Sus ojos abiertos pretendiendo mirar eternamente el verde de su jardín. Permaneció.